Oí una potente voz que provenía del trono y decía: «¡Aquí, entre los seres *humanos, está la morada de Dios! Él acampará en medio de ellos, y ellos serán su pueblo; Dios mismo estará con ellos y será su Dios. Él les enjugará toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni dolor, porque las primeras cosas han dejado de existir.» Ap 21:3,4
En estos versículos podemos vislumbrar, aunque sea con nuestras limitaciones, lo que será en el cielo la maravillosa experiencia de nuestra íntima comunión con Dios.
“Él acampará en medio de ellos…” se refiere al tabernáculo donde la presencia de Dios estuvo siempre en medio de ellos.
Por otra parte nos hace recordar a la peregrinación de Israel por el desierto, donde Dios moraba en medio de su pueblo en el tabernáculo. A su alrededor estaban las tiendas de las doce tribus de Israel que sumaban toda una nación.
De la misma manera, el Verbo de Dios, al hacerse hombre, acampó (en gr. eskénosen, puso su tienda de campaña) entre nosotros (Jn 1:14). Ahora, sin embargo, en la mansión celestial habrá un solo tabernáculo donde el padre celestial vivirá con los suyos en una perfecta comunión.
Es maravillosa la frase “y ellos serán su pueblo.”, pues aquí se trata de la renovación del pacto de Dios con este pueblo que tanto ama y que tantas veces se ha alejado de El. Ahora, sin embargo, esta renovación es definitiva y gloriosa. El pacto ha llegado a la perfección y todas las promesas se han cumplido. ¡El pueblo de Dios ha llegado a su casa!
Ni lágrimas, ni muerte.
El vr 4, nos da a entender una verdad muy alentadora, que no habrá mas lágrimas que enjugar, pues en el orden perfecto del cielo, todo aquello que causa el dolor y tormento del alma – que es el pecado – habrá desaparecido por completo.
En este contexto celestial no existirá ya la muerte, no habrá que lamentarse, ni existirá trabajo que resulte penoso para el hombre redimido. El orden de vida actual, donde toda clase de calamidad impera y destruye lo mejor de la naturaleza humana, habrá desaparecido. A su vez la gloria de la comunión con Dios volverá con creces a manifestarse en una felicidad indescriptible por la relación personal con Dios recuperada.
El mismo Señor Jesucristo declara en la eternidad:
El que estaba sentado en el trono dijo: «¡Yo hago nuevas todas las cosas!» Y añadió: «Escribe, porque estas palabras son verdaderas y dignas de confianza.» (Vr. 5).
Si le tiene que ordenar nuevamente a Juan que escriba, es sin duda, porque el apóstol debía estar absorto contemplando la persona de Cristo y la gloria que le rodeaba. ¿Y quién podría moverse cuando El habla? El mismo continua diciendo:
También me dijo: «Ya todo está hecho. Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin. Al que tenga sed le daré a beber gratuitamente de la fuente del agua de la vida. (Vr. 6).
De una manera muy determinante, el Señor da a conocer cualidades de su carácter, para que quede claro Quién es el que ha hablado, como por ejemplo:
“Yo soy el Alfa y la Omega…” expresión que también hemos visto en 1:8. Se refiere a la primera y la ultima letra del alfabeto griego, lengua en la que está escribiendo Juan. Dando a entender que El es el comienzo de todo.
“… el Principio y el Fin.” De manera que la frase es equivalente con la anterior y la completa. Dejando establecido inequívocamente, que el que comenzó la historia humana, y controló su desarrollo en los tiempos, es el mismo que la culmina. Tanto mas cuando el sentido profético de la historia tiene que ver con la salvación eterna del hombre. Donde Cristo es su causa y el centro mismo donde todo se completa.
La invitación a beber del agua de la vida es siempre vigente. El alma humana sin Dios es un desierto seco y vacío. La invitación a beber del agua viva es al que verdaderamente tiene sed, a toda persona que íntimamente se insatisfecha. A través de toda la biblia se repite esta invitación vez tras vez. ¿Y quién no la necesita? Vea Is 55:1; Jn 4:10, 13, 14; 7:37-39. ¡Jesús es el agua viva que el alma necesita para conocer la verdadera felicidad!
Al que venciere
En los versículos 7 y 8 vemos un contraste muy llamativo entre sí, porque nos muestra los destinos opuestos de los malvados y de los que aman a Dios.
Primero, vemos que encierra una gran motivación pues promete bendición para “para los que venzan”. Y es llamativo porque esta expresión ocurre en el libro unas ocho veces. Esto tiene especial sentido, pues, en un libro que narra la lucha diaria por mantenerse firme en la fe, cobra especial relevancia (ver 1Jn 5:4). Juan mismo se encuentra desterrado por el emperador en la isla de Patmos mientras escribe. Entretanto la iglesia lucha cada día entre la vida y la muerte para mantenerse fiel en un imperio diabólico e idolátrico.
Así, por dura y dramática que sea la aflicción que cause esta persecución sufrida por la fe, el creyente mira la promesa concreta para “el que venciere”. Dice que “heredará estas cosas”, refiriéndose a todas las cosas que se han dicho acerca de la fe eterna. Y que encontramos a través de las páginas de la Biblia, como señales en el camino que nos impulsan a seguir el santo llamamiento. El alcance de lo que el vencedor recibirá se da a entender por la frase siguiente:
“… y yo seré su Dios y él será mi hijo” ¡Que maravillosa promesa y que inmenso privilegio! En otras partes de las escrituras encontramos también esta idea por demás alentadora (Ex 4:22; Dt. 14:1; 2 Sam. 7:14; Ro 8:17).